Hay dos tipos de cadáveres: los que se hunden y los que flotan. Yo soy un cadáver de escasa densidad con un ancla clavada en el pecho, es decir, persona sin vida aspirante a volar pero irremediablemente en eterna lucha por no hundirse. Es una cualidad con la que se nace pero que no se manifiesta hasta entrados los treinta años. Sucede de repente, un lunes magenta, de sol mudo y cielo canoso, te das cuenta de que apenas te recuerdas, de que tus huesos huelen peor que nunca y tus uñas tienen un color oscuro que no puedes dejar de mirar. Piensas entonces en el tiempo, y eso te enfada, porque te hace irreconocible, porque empiezas a contar los pasos que das, porque con cada paso tienes la sensación de estar equivocándote, porque no quieres volver a equivocarte y el miedo te estanca. Yo soy un cadáver con plena conciencia de sí mismo, un muerto en vida que apesta a cicatrices y dulzura. Yo soy un cadáver con un ancla clavada en el pecho, me desgarra, pero que más me da si solo soy un trozo de carne inerte.
Que alguien tire con fuerza de mi mano, yo solo no puedo seguir volando.